Quiero compartir este cuento de Lobato; el cual esta contenido en:"Cuentos Latinoamericano" de Susaeta Ediciones Dominicana, C. x A. y en la pagina de Internet de donde lo comparto. Luz Damián y yo; Sentimos una gran admiración por el mensaje contenido en este cuento. Estamos preparándonos para unos talleres, y le dedicamos un tiempo a este relato, el cual espero sea de ejemplo, en nuestra vida.
MONTEIRO
LOBATO, uno de los más notables cuentistas brasileños de todos los tiempos.
1882-1948.
Hacendado,
se inició en la literatura como narrador y defensor de las grandes causas
nacionales de su país. Famoso en el mundo entero por sus libros infantiles.
Figuran entre sus obras más notables: Vieja Praga; El Fierro y La lucha por el
petróleo; Ciudades Muertas; Negrinha.
EL
HOMBRE HONRADO
Un cuento de Monteiro Lobato
escritor brasileño
- ¡Excelente
sujeto! De allí nada malo viene al mundo. ¡Y honrado! ¡Ah, eso sí, honrado como
no hay otro!
Era lo que todos decían de Juan Pereira.
Juan Pereira trabajaba en una repartición pública. Estuvo primero en una
escribanía, y después en el comercio, como dependiente del emporio El Emperador
del Calzado.
Dejó el emporio por discrepar con la técnica comercial del “emperador”, que
aplicaba con fervor el viejísimo lema: gato por liebre. Y dejó la escribanía
por no conseguir aumentar, con sumas extras, el lucro legal del honradísimo
escribano, porque el muy ingenuo se atenía al reglamento de costas, como si
aquello fuese la tabla de Moisés.
Había ingresado a la repartición como amanuense, hacía ya unos diez años, sin
conseguir dar un paso adelante. Nadie se empeñaba en su favor, pues por
honradez, no por orgullo, era incapaz de recurrir a los expedientes empleados
con tanto acierto por sus compañeros en la lucha por el ascenso.
—Quiero ascender por merecimiento, legalmente, ¡hon-ra-da-men-te!— solía decir,
provocando sonrisas piadosas en los labios de los que “saben lo que es la
vida”.
Juan Pereira se había casado muy joven, por amor, pues no concebía otra forma
de casamiento, y tenía ya dos hijas señoritas. Como fuese sobremanera corto su
sueldo, la pequeña familia aliviaba sus penurias con la renta complementaria de
los trabajos caseros. Doña Maricota hacía dulces, las chicas cosían, y así,
empujaban a pulso el carrito de la vida.
Vivían felices. Felices, sí. Ninguna ambición los atormentaba, y el ser feliz
reside menos en la riqueza que en esa resignación discreta de los humildes.
—Mientras haya salud, todo va muy bien— era la frase de Juan Pereira y lo suyos.
Pero vino un telegrama...
En los hogares humildes, el telegrama es presagio cierto de desgracia. Cuando
el mensajero llama a la puerta y entrega el papelucho verde, los corazones
laten violentamente.
—¡Qué será, Dios mío!
Pero aquel no anunciaba adversidad alguna.
Un tío de
Juan Pereira, residente en el interior. Lo invitaba para actuar de padrino en
el matrimonio de una hija. La distinción era inesperada. y Pereira, agradecido,
fue.. En segunda clase, naturalmente, porque nunca había viajado en primera, ni
podía.
Bien acogido, a despecho de su traje negro fuera de moda, ofició gravemente de
padrino. Dijo a los novios las humoradas habituales, comió los dulces de la
boda, besó a la ahijada, y al día siguiente emprendió viaje de regreso.
Lo acompañaron a la estación el tío y los novios, amables y contentos; pero
protestaron, mortificados, al verlo subir a un coche de segunda.
— ¡No permitimos! ¡Tiene que ir en primera!
—¡Pero si ya tengo el boleto de regreso!
—Eso es lo de menos —replicó el tío—. Vale más el placer que el ahorro. Yo pago
la diferencia ¡No faltaba más!
Y compró el billete de primera, meneando la cabeza:
—¡Este Juan!
Juan Honrado, obligado así por primera vez en su vida, se instaló en un vagón
de lujo, y el confort del pullman, apenas el tren partió, le llevó a meditar
sobre las desigualdades de la vida.
La Conclusión fue dolorosa. Verificó que la pobreza es el mayor de los
crímenes, o por lo menos el más severo e implacablemente castigado.
«Aquí, por ejemplo —reflexionaba—, en este coche de los ricos, hay asientos con
almohadones de plumas, aseo esmerado, ventanillas amplias, criados a
disposición de los viajeros. Lo mejor de todo.
«En los coches de los pobres ocurre lo contrario y se percibe el propósito de
castigar con crueldad refinada el crimen de la pobreza: nada de muelles en los
trucks, para que el rodar áspero, trepidante, haga padecer la carne humilde. En
el banco de madera dura, todo recto y anguloso, ni siquiera una cuenca que favorezca
el reposo de las nalgas. Bancos hechos de listones estrechos, separados entre
sí de manera que martirizan el cuerpo. El respaldo —una tabla a plomo— llega
sólo hasta una altura media, negando de esa manera la limosnita de un apoyo a
la pobre cabeza del “sentado”. Bancos en suma, que más bien parecen concebidos
para obtener el mínimo de comodidades con un máximo de tortura. Las
ventanillas, sin vidrios, sólo con persianas se dirían hechas con el doble
objeto de impedir el recreo de la vista y de canalizar hacia adentro todo el
polvo de afuera. Nada de lavabos: el pobre se conserva mejor en la suciedad.
¿Agua para beber? ¡Que vaya a tener sed en casa de su abuela!»
Juan Pereira sonrió. Acababa de ocurrírsele una linda “mejora" escapada a
la sagacidad de los técnicos: encauzar hacia dentro de los coches de segunda la
humareda caliente de la locomotora.
— ¡Es increíble que todavía no hayan pensado en eso!
Se acordó, después, de los teatros, y comprobó que allí era lo mismo. Las
galerías estaban construidas de modo de mantener viva en la conciencia del
espectador su odiosa condición de criminal.
— ¿Eres pobre? ¡Pues, toma! ¡Aguanta el dolor del lomo en el banco sin
respaldo, y resígnate a no ver ni oír lo que pasa en el escenario!
Juan Pereira filosofaba aún estas desconsoladoras filosofías, cuando el tren
llegó.
Desembarcaron todos, a lo rico: paquetes y valijas a manos de solícitos
cargadores. Solamente él conducía la suya, pequeñita maleta de cartón imitación
cuero.
Salió de la estación. En la calle, sin embargo...
-- Diario
Popular, La Platea... ---voceaban...
... se
acordó del diario que compró durante el viaje y que había olvidado en el coche.
¿Nada vale un diario leído? ¡Sí que vale! Y tanto que Juan Pereira volvió de
prisa para buscarlo. Siempre es un pedazo más de papel en la casa...
Al entrar en
el pullman vacío, tropezó con un paquete caído en el suelo.
— ¡Vaya! ¡No soy yo solo el olvidadizo! --reflexionó, sonriendo y recogiéndolo.
¿Qué sería? La curiosidad no es privilegio de las mujeres. Pereira palpó el
envoltorio, lo olió y por fin rasgó, levemente, un ángulo del paquete.
¡Dinero!
Era dinero, en efecto. ¡Mucho dinero!, ¡Un dineral!
Juan Pereira sintió como un temblor en el alma y sus mejillas se encendieron.
Si lo viesen en aquel momento, sólo en el coche, con el paquete quemándole las
manos... “¡Agarren al ladrón!” Olvidó el diario leído y al instante partió en
busca del jefe de la estación.
—¿Permiso?
El jefe interrumpió el trabajo que lo absorbía. Lo miró con displicencia y
dijo:
—¿Qué quiere?
—Encontré en un coche del expreso este paquete de dinero.
A la mágica voz de dinero, el funcionario se irguió y abriendo desmesuradamente
los ojos en uno de los buenos asombros de su vida, exclamó, patético:
—¡Dinero!
—Sí dinero —confirmó Pereira—, en un coche del expreso... Regresaba de
Himenópolis. Y al desembarcar...
—Déjeme ver...
Juan Pereira colocó sobre la mesa el envoltorio. El jefe, con sus anteojos
subidos sobre la frente, deshizo el paquete, y asombrado vio que era, en
verdad, ¡dinero, mucho dinero, un dineral!
Lo contó con dedos trémulos.
——¡Trescientos sesenta mil reis!
Se quedó pasmado. Miró fijamente a ese hombre tan extraordinario. Abrió la
boca. Después. Incorporándose, dijo con acento sincero, extendiéndole la mano:
—Quiero tener el honor de estrechar la mano del hombre más honrado con que
jamás haya tropezado en mi vida. Es usted la misma honradez personificada.
¡Choque!
Juan Pereira se la apretó humildemente, y también las de los otros auxiliares
que se habían acercado, curiosos.
—Su caso —-continuó el jefe— hará época. Hace treinta años que sirvo en esta
compañía y nunca tuve noticia de una cosa semejante. Dinero perdido es dinero
desaparecido. Sólo no ocurre así cuando lo encuentra un... ¿cómo es su gracia?
----Juan Pereira.
—Un Juan Pereira, el Honrado, ¡Choque de nuevo!
Juan Pereira salió radiante de felicidad. La virtud tiene sus recompensas —no
hay que negarlo—— y la conciencia de un acto de aquellos crea en el alma un
inefable estado de éxtasis. Juan Pereira se sentía mucho más feliz que si
tuviese en el bolsillo, suya para siempre, aquella enorme suma.
En su casa narró el hecho minuciosamente, sin indicar, sin embargo, el monto de
lo hallado.
—Has hecho muy bien —aprobó la esposa—. ¡Pobres, pero honrados! Un hombre
limpio vale más que un bolso de dinero. Siempre he dicho esto a las chicas, y
ahí tenemos el ejemplo de este vecino nuestro de la izquierda, que es rico pero
roñoso como un cochino.
Pereira la abrazó conmovido, y todo habría quedado en eso, si el demonio no
hubiese venido a hurgar la curiosidad de la honrada mujer. Doña Maricota,
después del abrazo, le preguntó:
—Pero, ¿cuánto había en el paquete?
—Trescientos sesenta mil reis.
La mujer parpadeó seis veces, corno si le hubiesen arrojado tierra a los ojos.
—¿Cuán... cuán... cuánto?
—¡Tres-cien-tos se-sen-ta mil reis!
Doña Maricota continuó parpadeando durante varios segundos ofuscada. En seguida
abrió los ojos y la boca. La palabra dinero nunca le sugirió la idea de cientos
de mil reis. Pobre como era, dinero significaba para ella diez, quince, veinte,
a lo sumo treinta mil reis. Al oír la historia del paquete, se imaginó que se
trataba de algunos cuantos mil reis, apenas. Cuando, sin embargo, supo que la
suma alcanzaba el vértigo de trescientos sesenta mil reis, sufrió el mayor
impacto de su vida. Permaneció algunos momentos como petrificada, con las ideas
fuera de su lugar. Después, volviendo en sí de improviso, avanzó hacia el
marido, y, en un acceso de cólera histérica, lo tomó de la solapa del saco y lo
sacudió nerviosamente:
--¡Idiota! ¡Trescientos sesenta mil reis no se entregan ni en la mano de Dios!
¡Idiota! ¡Idiota! ¡ Idioooota!
Y cayó en una, silla, presa de un llanto convulsivo.
Juan Pereira se quedó pasmado. ¿Sería posible haber vivido tantos años con
aquella criatura y no conocerle todavía el alma a fondo? Trató de explicarle
que sería absurdo variar de proceder porque variaba la cantidad. Que tan ladrón
es quien hurta cien mil reis, como quien roba un cuarto de mil reis; que la
moral....
Pero la mujer lo interrumpió con otra sarta de insultos y gritos histéricos, y
se retiró a su cuarto, mesándose los cabellos, loca de desesperación.
Las hijas
estaban en la calle. Cuando volvieron y supieron lo ocurrido, se pusieron
inmediatamente del lado de la madre, iracundas contra la tal honradez que las
privaba de una fortuna.
-- ¡Usted, papá!...
Juan Pereira quiso imponer su autoridad paterna. Regañó y les hizo ver cuán
indecoroso era pensar de semejante manera.
Fue peor. Las muchachas se echaron a reír con sarcasmo; después suspiraron, el
corazón puesto en la vida regalada que tendrían si el padre hubiese tenido
"mejor cabeza”.
—Automóvil..., un chalet en Higienópolis..., medias de seda.
—Sombreros de Mme. Lucille..., vestidos de tafetán...
— ¿Tafetán?
¡Seda lamée!
— ¡Niñas! —Exclamó Pereira—. ¡No permito!
Ellas sonrieron y se retiraron de la sala, murmurando con desprecio:
—¡Pobre! ¡Hasta da lástima!...
Aquella nunca imaginada irreverencia le apenó más aún que el rechazo de la
esposa. ¿Por qué? ¿Tener aquella recompensa después de toda una vida de
sacrificios orientada por el culto severo del honor? ¿Insultos de la esposa,
censura y sarcasmo de las hijas? ¿Se habría, acaso, equivocado?
Comprobó que
sí. Se había equivocado en un punto. Debió haber entregado el dinero en
secreto, de manera que nadie tuviese noticias del caso...
Los diarios
del día siguiente comentaban el insólito acontecimiento Alabaron con calor
aquel ‘gesto raro, nobilísimo, revelador de las finas cualidades morales que
cimientan el carácter de nuestro pueblo”.
La mujer leyó la noticia en voz alta, durante el almuerzo y, como no había
postre, dijo a la hija:
—Oye, Candoca: lleva este elogio al almacén y ve si nos
compras con él medio kilo de mermelada...
Juan Pereira la miró con infinita tristeza. No dijo una palabra. Soltó el -
cubierto, se levantó, tomó el sombrero y salió.
En la oficina se consoló. Lo recibieron con parabienes y elogios.
—Tu acción es de aquellas que honran a la especie humana dijo, estrechándole la
mano, un compañero
Pereira se la estrechó, pero ya sin emoción alguna, prefiriendo en lo íntimo
que no le hablasen de eso.
Todos se manifestaron curiosos de saber cómo había sido “la cosa”, y lo
rodearon.
-- Cuéntanos sin escatimar pormenores, Pereira.
—-Muy sencillo —respondió, secamente— Encontré un paquete de dinero que no era
mío, y lo entregué. Eso es todo.
—¿Al dueño?
— No.
A un jefe, allá...
——Muy
bien. Pero escucha, no debiste haber entregado el dinero antes de saber a quién
pertenecía.
— Exactamente —añadió otro—. Antes de saber a quién pertenecía y antes de que
el dueño lo reclamase...
— ¡ y probase, pro-ba-se que era suyo! —concluyó un tercero.
Juan Pereira se irritó.
—Pero, ¿qué les importa a ustedes todo esto’? Hice lo que mi conciencia me
ordenó, y basta! No comprendo esa media honradez que sugieren ustedes. ¡Qué diablos!
— No se fastidie, compañero! Damos nuestra opinión acerca de un hecho público
que los diarios comentan. Usted es hoy un caso, y los casos
se debaten.
El jefe de la sección entró en ese momento, y la conversación cesó. Cada
cual ocupó su puesto y Juan se absorbió en el trabajo, con el ceño fruncido y
el corazón atormentado.
A la noche, en la cama, más sosegada ya, doña Maricota volvió al asunto:
—Fuiste demasiado precipitado, Juan. No debiste darte tanta prisa para entregar
el paquete. ¿Por qué no lo trajiste a casa primero? Yo hubiera querido, al
menos, ver, tocar...
—¡Vaya una idea! Ver, tocar...
—Le hubiera bastado a una pobretona como yo, que nunca palpó un billete de
cincuenta. ¡Trescientos sesenta mil reis!
— ¡No suspires de esa manera, Maricota! Basta con la escena de ayer...
— ¡Imposible! Es más fuerte que yo...
—Pero, ven aquí, Maricota. Sé sincera, ¿te parece que hice mal procediendo
honradamente?
—Me parece que debías haber traído a casa el dinero, y consultarme. Hubiéramos
guardado el paquete, esperando que el dueño lo reclamara y pro-ba-se que era
suyo...
—Era lo mismo. Ese dinero nunca sería mío.
—Quedaba siéndolo. Mira, Juan, tú nunca has pensado bien. No tienes buena
cabeza. Por eso vivimos esta vida miserable, comiendo el pan que el diablo
amasó...
—¡Vida miserable! Siempre fuimos felices. Nunca nos dimos cuenta de que éramos
pobres...
Sí. Pero ahora me doy cuenta, porque sólo ahora se nos presentó la ocasión de
enriquecernos. Fue la grande que Dios nos mandó.
--¡Dios!
—Dios, sí, y tú lo ofendiste dándole un puntapié. Podíamos ser ricos hoy,
haciendo caridad, beneficiando a los enfermos... ¡Cuánta cosa!
Pero, la tal honradez... ¡La tal honradez!
—Sí. Todo tiene su valor en la vida. Ladrón es quien hurta un peso; pero quien
roba mil es caballero. Mira a tus compañeros: Nuñez, que empezó contigo en la
escribanía, ya hace roncar su automóvil propio y tiene casa.
— ¡Pero es un ladrón!
— ¡Qué ha de ser! Claraboya, ese tiene ya una fábrica de sombreros. Miguel,
hasta quién, santo Dios!, compró, días pasados un terreno en Villa Mariana...
— ¡Pero ese es un circulador de billetes falsos, mujer!
— ¡Nada de eso! Tiene buena cabeza. ¡No es un cretino como tú!
***
Y ya no tuvo compostura la vida del hombre honrado. ¡Adiós, paz! ¡Adiós,
concordia! ¡Adiós humildad! La casa se transformó en un perfecto infierno. Sólo
oía suspiros, quejas, palabras duras. Perdió la esposa. No conseguía reconocer
a la dulce compañera de antaño en la mujer amargada, irreductible de ideas, que
la visión de los trescientos sesenta mil reis había hecho nacer en su mente.
Y aquel coro que con ella hacían las hijas siempre irónicas, sarcásticas...
—El vestido de Climenes costó cinco mil reis. ¿Cuándo tendremos uno así?
—Pues, mira: a veces uno encuentra en la calle vestidos así, no uno, sino
centenares.
Pero, ¿qué se consigue? Encuentra. Pero desencuentra...
Y suspiraban.
También en la repartición se acabó el sosiego. Todos los días lo torturaban con
alusiones e indirectas irónicas.
Cierta vez, uno de sus compañeros dijo apenas entró:
— ¿Saben una cosa? Encontré en la calle un lindo broche de brillantes.
—Y está claro: se lo llevaste inmediatamente al jefe, digo, al Gabinete de
Objetos Perdidos.
— ¡No soy ningún tonto! Lo llevé..., al monte de piedad. Me dieron trescientos
sesenta mil reis, y los convido a una francachela el domingo próximo.
Y volviéndose hacia Juan Pereira, con guiñadas a los compañeros, añadió:
-- ¿Tú
también irás, verdad. Pereira?
El mártir no respondió, fingiéndose absorto en el trabajo.
—No nos honra. Es un hombre honesto... Raza privilegiada, superior, que no se
mezcla... ¡Pues nosotros vamos a beber copiosamente, a bebernos el broche enterito!
No todos nacen con vocación para santos del calendario...
Lo peor fue que desde el malhadado hallazgo. Juan Pereira empezó a decaer
socialmente. Parientes y conocidos no hacían ya caso del tonto.
Si alguien
recordaba su nombre para algún negocio, era fatal la sonrisita de piedad.
—No sirve… Es un pobrecito...
Se convencieron todos de que Juan Pereira no era "un hombre de su tiempo”.
El secreto de todas las victorias está en ser un hombre de su tiempo.
Seis meses después el descalabro doméstico era completo. Perdida la alegría de
antes, doña Maricota se mostraba agria de genio. Vivía desalentada, ociosa,
descuidaba los quehaceres domésticos. Suspirando siempre.
— ¿Para qué luchar? Nunca saldremos de pobres... Las ocasiones no se presentan
dos veces, y quien deja de agarrarla de los cabellos está perdido.
Aquel abandono agravó la situación económica de la casa. Todas las obligaciones
recaían ahora sobre el jefe, cuyo sueldo no aumentaba.
Juan Pereira
le tomó asco a la vida y perdió el ánimo de vivirla hasta el fin. Deseó la
muerte y acabó pensando en el suicidio. Sólo la muerte pondría término a aquel
constante martirio, excesivo para un alma bien formada como la suya.
Un día el propietario de la casa aumentó el alquiler. Doña Maricota dio la
noticia al marido, llena de indiferencia.
—Estuvo el dueño de casa, y dijo que a partir del próximo mes, serán siete mil
reis más...
—¡Siete mil reis más! ¡De lo contrario, a la calle!
— ¡Pero eso es una explotación inicua! —Exclamó Pereira—. La casa es una ruina,
y nosotros no podemos, positivamente, no podemos...
—Así es. Y cuando uno de esos demonios pierde paquetes, porque como tú bien
sabes, solamente ellos tienen paquetes como aquel para perder, todavía aparece
quien se los restituya. ¿Ves ahora cómo forman ellos los tales paquetes?
Arrancando el pan de la boca de unos míseros como nosotros, de los honrados.
— ¡Por el amor de Dios, Maricota, no me hables más así, que soy capaz de una
locura!
—Estás arrepentido, ¿verdad? ¿Te convenciste de que eres un tonto? Pues cuando
encuentres otro paquete haz lo que harían todos: metértelo en el bolsillo.
Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.
Estaban sentados a la mesa, solos, bebiendo el magro café de la noche.
—Y todavía no sabes una cosa —prosiguió como indecisa, después de una pausa.
-- ¿Cuál?
— Ignacita me dijo que ya andas con un apodo en las espaldas...
— ¿Qué?
— ¡Juan Tonto! Nadie dice Juan Pereira...
El mártir se levantó de pronto, movido por un violento impulso interior.
— ¡Basta!—exclamó en un tono de desvarío que asustó a la mujer y, soltando de
golpe la taza, se retiró a su cuarto precipitadamente.
Doña Maricota, casi clarividente, sostuvo su taza a mitad de camino de la boca.
Y así quedó, suspensa, hasta que cayó hacia atrás, sin sentido.
Había escuchado el disparo que acababa con el último hombre honrado...
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